Cuando desaparecieron a Julio López tuvimos miedo. No por no tener valientes al lado.
Miedo a que vuelva a ser un desaparecido. Miedo al genocida suelto. Miedo a lo que podía volver. Miedo a lo que podía seguir siendo.
Dar testimonio siempre es un tiempo difícil. Se revive, se recuerda, se vuelve a sentir. Frente a un genocida, al verdugo, al horror en cuerpo humano, a la muerte que después de la sala de torturas cena con su familia, al ladrón de bebés que después juega con su nieto, al violador de detenidas-desaparecidas que después lee el diario. Porque son parte de la misma sociedad, aunque no pueden estar en el mismo lugar. En los juicios estamos en un espacio en común, pero en lugares distintos. Ahí estuvo Jorge Julio López para contar la historia. La propia y la colectiva. Ahí, con la cara de su verdugo adelante. Ahí dijo la verdad para que haya justicia. Para que la condena social que empujó hasta ser política de Estado pusiera a todos los genocidas en su único lugar: la cárcel.
Tuvimos miedo. Porque pasaban las horas, los días, los meses y, luego, los años. 13 ya. Sin respuesta. Sin verdad. Sin justicia. Seguimos dando testimonio a pesar del miedo. Seguimos querellando en las causas, a pesar de las amenazas. Seguimos adelante, porque ser valiente no es no tener miedo.
Las desaparecidas y los desaparecidos faltan todos los días. Todo el tiempo.